Llovía. Todos corrían buscando que cada gota no bajará sobre cada pliegue de la piel, evitando que la naturaleza cayera sobre ellos, demostrando que el sol no es tan bueno como creen, abriendo cada paraguas, cortando la melodía de cada sonido mojado.
Vos no corrías, yo tampoco, creo firmemente que en nuestra mirada se cruzó la misma pregunta ¿en qué momento la gente empezó a correr de la lluvia? Se trata de todo lo contrario, se trata del aire, de las gotas, del viento, del llamado de las nubes, de mirarnos. Me quedo con la definición de precipitación donde todo deviene sin buscar una fundamentación a cada movimiento.
En nuestra mirada, esa que nos unió, se veía entre gotas un deseo, manifiesto a flor de piel, sediento el uno del otro. No dudamos en acércanos buscando alguna palabra conectora.
Los dos sabíamos que una excusa nos invadía, nos penetraba un placer casi completo, casi.
Vos, inquieto de palabras.
Yo, sedienta de la oscuridad.
Nuestras miradas se despidieron sabiendo que el próximo encuentro sería la tan deseada situación, la batalla ganada por ambos.
Tres días de sol siguieron, las horas pasaron, las nubes arrimaban la misma sensación de vida, la cual crecía cada vez más al encontrarnos en los pensamientos, en los deseos y fantasías.
¿Cuánto de perversión hay en la manifestación del deseo? Sin duda creo que la fundamentación de cualquier actitud frente a una sensación casi pura, casi encendida, es efímera.
La magia de las letras, el susurro de las teclas, la melodía de nuestra respiración nos marcaba el camino, la guía creada para el cómo, el cuándo y el porqué.
Nuestra nula experiencia parecía una gran mentira en una falsa relectura de cada conversación.
Cada estimulo visual y, de sobre manera, sensorial fueron convirtiéndose en ráfagas de fuego, donde la imaginación fue nuestro principal guerrero.
Enfrentados en una batalla, en un campo de juego minado de granadas, donde cada pisada atenta buscaba un fin, la explosión. Nuestras piezas eran personales, solitarias, aunque en el roce con el otro encontraban el pliegue perfecto, como de una llave. En cada movimiento existía una escena, un relato, el cual develaba secretos de cada uno de nosotros, de nuestra sed.
Dejamos de lado los pasos en falso, la rutina asquerosa, los nombres pisados, las apariencias equivocas, las malas experiencias.
Marcamos la importancia del juego, de cada triunfo, en un ir y venir de datos propios, de deseos guardados. Ahí es donde me sorprendo de mi misma, de mi misma con vos.
Vos, desbordado por la inmovilidad y el control.
Yo, deslumbrada por la conexión de un mar de deseo.
¿Cuál es la escala para determinar la explosión de las miradas, de los besos?
¿Cuál es el sabor de la necesidad? ¿De evocar en un suspiro el deseo de otro?
¿Qué otro es capaz de derramar diálogos tan sedientos?
¿Qué mecanismos somos capaces de despertar solo por el simple hecho de satisfacernos por completo?
A todas las preguntas aleatorias y a todas las respuestas fugaces solo nos llevo el planteo de la situación: vuelo literario.
Encontramos la sensibilidad necesaria para poder dejar de lado lo vulgar, lo macabro, para detenernos en un laberinto oscuro en un inicio, pero lleno de luz, de vida, en cada paso.
Las paredes inundadas de melodías húmedas, de deseos expectantes, donde en cada rincón despertaban sensaciones contrarias. El piso era móvil, el techo, no existía.
De día los rayos del sol colmaban la transparencia de mi vestir, reflejando en cada sombra cada curva. De noche cada estrella era casual para dejar volar, en uno de los vuelos más profundos, la imaginación conectada con cada sentido, con cada movimiento veloz, solo para sentir ese gran suspiro, mío, pero que en lejanía, era tuyo, solo tuyo.
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